lunes, 28 de septiembre de 2009

Aprobado el Proyecto de Ley de salud sexual y reproductiva y de interrupción voluntaria del embarazo

Hoy se publica en el Diario de Derecho Iustel la aprobación por el Consejo de Ministros, a propuestade los Ministros de Igualdad, Justicia y Sanidad y Política Social, la remisión a las Cortes Generales del Proyecto de Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo.

Transcríbimos íntegramente dicho artículo:

La norma, una vez analizados los informes preceptivos y tras el dictamen del Consejo de Estado que avala su constitucionalidad, la oportunidad y la necesidad de la reforma, queda reforzada y mejora algunos aspectos técnicos sobre el Anteproyecto aprobado en Consejo de Ministros el pasado 14 de mayo.

Modificaciones sobre el Anteproyecto

Así, atendiendo las recomendaciones del Consejo de Estado, en la exposición de motivos se explica que la vida prenatal es un bien jurídico merecedor de protección, sin perjuicio de la necesidad de garantizar igualmente los derechos fundamentales de la mujer embarazada.

Otra de las modificaciones hace referencia al comité clínico, que tiene que valorar aquellos diagnósticos prenatales en los que se detecten enfermedades extremadamente graves e incurables en el feto. Siguiendo las indicaciones del Consejo de Estado y, según queda redactado en el artículo 16, estará formado por un equipo pluridisciplinar de personas expertas en diagnóstico prenatal y, una vez confirmado el diagnóstico por el comité, será la propia mujer la que decida sobre su intervención. Habrá, al menos, uno de estos comités en cada Comunidad Autónoma y su funcionamiento se regulará reglamentariamente.

En el Proyecto se han recogido, asimismo, todas las propuestas aportadas por la Agencia de Protección de Datos para garantizar la intimidad y la confidencialidad. Así, los centros deberán contar con sistemas de custodia activa y diligente de las historias clínicas de las pacientes e implantar en el tratamiento de los datos las medidas de seguridad de nivel alto, previstas en la normativa vigente de protección de datos de carácter personal.

En relación al consentimiento de la mujer y a la posibilidad de decidir de las jóvenes de dieciséis años, el Gobierno entiende que es coherente con nuestro marco jurídico y nuestra realidad social. Por eso, una vez reconocida por el Consejo de Estado la autonomía y derecho a decidir de las jóvenes mayores de dieciséis años, el Proyecto mantiene la disposición final segunda donde se modifica la Ley de Autonomía del Paciente de 2002.

Plazos y supuestos

La norma aprobada establece que hasta la semana catorce de gestación, la mujer podrá interrumpir el embarazo libremente siempre que, como mínimo tres días antes de la interrupción, haya recibido información sobre sus derechos y sobre las ayudas de que puede disponer para la maternidad si tal fuera su decisión.

De manera excepcional, hasta la semana veintidós la mujer podrá interrumpir el embarazo sólo en dos supuestos: si estuviera en riesgo la vida o la salud de la embarazada o si hubiera graves anomalías en el feto. En los dos casos, deberá acompañar un dictamen emitido por dos médicos especialistas distintos a los que practican la intervención.

La interrupción voluntaria del embarazo, además, se garantizará dentro de la cartera de servicios del Sistema Nacional de Salud para que sea una prestación pública y gratuita. El Estado, asimismo, velará por el cumplimiento efectivo de estos derechos a través de la Alta Inspección Sanitaria.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

ADIÓS, JUSTICIA

El día 22 de septiembre se publicó, en el Diario ABC, un artículo del Catedrático de Derecho procesal de la Universidad Complutense de Madrid, Andrés de la Oliva Santos, en el cual el autor opina sobre el “Plan de Modernización de la Justicia”.

Trascribimos íntegramente dicho artículo.

El ministro de Justicia presentó hace días un enésimo “Plan de Modernización de la Justicia”, que, como siempre, es “el” plan de “la Modernización”. Se subrayaron los grandes números de diversos aspectos (creación de juzgados y tribunales, creación de plazas de jueces, magistrados y fiscales, creación de “oficinas judiciales”, etc.). De eso no me voy a ocupar aquí, por dos motivos. El primero, porque la historia reciente es muy rica en cifras trucadas y en promesas incumplidas. El segundo motivo, porque si ese plan llega a constituir un verdadero hito histórico en la Justicia española no será a causa de las creaciones prometidas, sino de otro elemento menos aparente, pero decisivo.

Lo que puede hacer que este enésimo plan de modernización sea “el Plan”, lo que cambiará la Justicia hasta hacerla irreconocible, se encierra en unas pocas palabras de Caamaño, que recogía así este periódico: “La oficina judicial implicará un cambio del concepto que la ciudadanía tiene de un juzgado. Un juez se dedicará a juzgar y a ejecutar lo juzgado y toda la tramitación procesal estará bajo la dirección del secretario judicial.” Ésa es la esencia del Gran Cambio (lo pongo con mayúsculas al gusto totalitario): el juez o los magistrados independientes ya no dirigirán el proceso mediante sucesivos enjuiciamientos desde su inicio hasta su desenlace. Sólo se ocuparán del desenlace, obviamente condicionado por la “tramitación procesal”, puesta en manos ajenas.

Unas cuantas personas han resuelto, contra toda la doctrina jurídica universal, que lo procesal no es jurisdiccional. Nada ha importado recordar esa doctrina, las disposiciones de nuestra vigente Constitución y su interpretación por el Tribunal Constitucional (TC). Y menos aún que, como al ministro Caamaño se le ha escapado reconocer, vaya a cambiar el concepto que los ciudadanos tienen de un juzgado o tribunal. Cuando los políticos quieren que cambien los conceptos que los ciudadanos tienen de las cosas, hacen números sobre diputados y diputadas y, si salen, peor para los conceptos de los ciudadanos sobre las cosas y peor para las cosas mismas. No siempre hay un TC que eche abajo un concepto legal de delito flagrante (el de la famosa “Ley Corcuera”, de “la patada en la puerta”) por no ajustarse al concepto común (o sea, el de los ciudadanos) de delito flagrante.

El inminente Gran Cambio quiere decir que se acabó el Poder Judicial y que llegamos, por fin, al mero “servicio público de la justicia”. Se acabó un Poder que, al ser ejercitado, cumple un servicio. Del servicio, sin Poder Judicial, se encargará el único poder en el que creen de verdad los incontables demócratas de boquilla: el Ejecutivo. El inicio y lo principal del desarrollo de cada uno de los procesos (lo que llaman “tramitación procesal”) estará bajo la dirección de funcionarios dependientes del Poder ejecutivo, fuertemente jerarquizados: sobre el secretario de un Juzgado, el secretario coordinador provincial y, sobre éste, el secretario de Gobierno del correspondiente Tribunal Superior de Justicia y por encima, cerca ya del vértice, el secretario general de la Administración de Justicia, integrado en el Ministerio y designado por el ministro que, ni que decir tiene, es el vértice. El secretario judicial podrá imponer directrices de actuación a los demás funcionarios “en el aspecto técnico-procesal”. Enseguida dejarán de tener importancia “los juzgados y tribunales” y “los jueces y magistrados independientes”, constitucionales protagonistas de la Justicia. Pasarán a ser decisivas las diversas “unidades” administrativas de la “oficina judicial”, en especial los llamados “servicios comunes”. Un tinglado, insisto, en manos del Poder ejecutivo.

¿Es lo anterior algo conforme a la Constitución española (CE) en vigor? Para responder que sí, como responden, es preciso el descomunal descaro de dejar de leer entero el primer apartado del artículo 117 de nuestra Ley Fundamental, de leer retorcidamente el tercer apartado de ese precepto y de negar varias realidades evidentes de los procesos. Es necesario, además, no tomarse mínimamente en serio el derecho a la tutela judicial, del artículo 24 CE. Pero con un ministro campeón en definir constitucionalidades dudosísimas, los “modernizadores” se atreven, por supuesto, a afirmar que la independencia judicial no se verá en absoluto afectada por arrinconar a los jueces al final del proceso, sólo para poner sentencias, como ponen huevos las modernas gallinas ponedoras en los modernos gallineros: se pondrán las sentencias que correspondan a los casos seleccionados por secretarios y fiscales y se pondrán cuando diga el calendario establecido por los encargados de la moderna “oficina judicial”. Y las sentencias puestas, lo mismo que los modernos huevos de los modernos gallineros, no tendrán más ingredientes que los previamente suministrados por los referidos encargados. En España no pasa nada por afirmar la independencia de esos encargados contra la evidencia de su dependencia legal y real.

Es fatigosísimo defender lo evidente y luchar contra su negación. Y como en eso llevo largo tiempo, entenderán mi personal estado de hastío. Pero, antes del alumbramiento de la Nueva Justicia, debía sacar fuerzas para despedir a la Justicia civilizada, a la de la Constitución.

Se preguntarán: ¿a quién deberemos este Gran Cambio, a la vez ineficiente y totalitario? Podría responder que a ese “Estado de Partidos”, que tanto les preocupó a García Pelayo y al mismo TC cuando afrontó un Consejo General del Poder Judicial con todos sus vocales parlamentariamente designados. Pero culpar al vicioso y corruptor “Estado de Partidos”, con ser una síntesis exacta, resulta expresivamente pobre. Pobre respuesta al interrogante sería incluso señalar a los dos grandes partidos, PSOE y PP. Los ciudadanos, cuyo concepto de un juzgado -en realidad, del juez y de la Justicia- va a ser cambiado, merecen saber algo de personas concretas, especialmente en relación con el PP, pues la dotación programática “popular” en materia de Justicia ha fluctuado mucho en función de las personas y es menos conocida y clara que la del PSOE.

El Gran Cambio comienza con un ministro de Justicia del PP, recentísimo ex diputado, que materializa legalmente un erróneo “Pacto de Estado”. Y en estos tiempos, lleva la batuta, por el PP, un ex ministro de Defensa y ex presidente del Congreso de los Diputados. Éstas -además, claro es, de los ministros López Aguilar, Bermejo y Caamaño- han sido o son las personas directamente responsables de lo que se avecina sin omitir la llamada “culpa in eligendo” de las “cúpulas”. Salvo rectificación de última hora, ellos serán los responsables de la desaparición de la Justicia y de eliminar el papel atribuido por los ciudadanos (y la Constitución) a los jueces y a los juzgados. Veremos muy pronto si, definitivamente, tampoco los “populares” creen en la independencia judicial y en la separación de poderes. Veremos si, como sus adversarios políticos, siguen apuntados a la “lógica del Estado de partidos”, que lleva a dominar y controlar la Justicia, de modo que sea débil y manejable a la hora de decir y realizar el Derecho.

El ministro Caamaño, ampliamente ufano con su “Plan de modernización”, ha retado a los jueces a explicar a los ciudadanos la huelga judicial convocada. Si nuestra democracia gozase de buena salud, serían los ciudadanos quienes, ante el Gran Cambio, nos plantearíamos la huelga.

martes, 22 de septiembre de 2009

El vaporoso cohecho pasivo impropio

El otro día se publicó un artículo en el que el Catedrático de Derecho penal Manuel Cobo del Rosal opina acerca del delito de cohecho en relación con la resolución del Tribunal Superior de Justicia. El autor destaca la amplitud del tipo penal y su necesidad de aplicar al caso la teoría de la “adecuación social”.
Transcribimos íntegramente este artículo del diario El Imparcial.


He tenido noticias de que la resolución del Tribunal Superior de Justicia de Valencia, por algunos sectores de especialistas ha sido acogida de forma muy crítica. No deja de sorprenderme que esos denominados “especialistas” sean tan osados, cuando no arrogantes, para criticar algo que no han visto. Porque ninguno ha leído, ni menos estudiado, la totalidad del procedimiento penal que ha sido objeto de sobreseimiento libre por la Sala de lo Civil y Penal de TSJ de la Comunidad Valenciana. En cualquier caso, la censura sólo podrá rozar la superficie, pues las noticias que deben tener son las que han salido en los medios de comunicación. La verdad es que con tan escaso soporte, formular severos juicios críticos, no deja de ser a mi entender, una temeridad.

Hace unos días leí en la prensa las opiniones de la Alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, defendiéndose de una serie de informaciones originadas, según parece, por las consabidas filtraciones, cuando no miserables violaciones del secreto externo del procedimiento de referencia. En su contundente defensa contra la opinión que pretende relacionarla con alguno de los imputados por la recepción de regalos, concretamente unos bolsitos de una exclusiva firma francesa, ha tenido a bien decir que “todos los políticos reciben regalos, aunque los del Presidente del Gobierno tienen que ser más grandes y caros”. En la legítima defensa de su integridad, la Alcaldesa de Valencia ha venido a decir en otro pasaje, algo expresivo del más elemental sentido común. Que hayan recibido algún que otro regalo, no parece que sea algo grave (nada menos que delictivo) porque ciertamente la literalidad del artículo 426 del Código Penal, en gran medida, podría serle de aplicación a buena parte de la clase política, y si se quiere dada la desmedida amplitud del texto legal, también a infinidad de funcionarios públicos.

Conviene recordar que el artículo en cuestión dispone que: “La autoridad funcionario público que admitiere dádiva o regalo que le fueren ofrecidos en consideración a su función o para la consecución de un acto no prohibido legalmente, incurrirá en la pena de multa de tres a seis meses”.

Sin que sea necesaria llevar a cabo ninguna consideración sociológica ni político- criminal no deja de ser un texto legal preocupante por su desmedida laxitud pues el delito se consumaría por la mera y simple admisión de un regalo, en suma, por la no devolución del objeto. Y, desde luego, no deja de ser inquietante que se pueda calificar como delictiva lo que no es si no una sola e ínfima omisión, por lo demás de una grosería supina y como tal, burda por demás. Cuando nuestros Códigos Penales desde 1822 hasta nuestros días se decidieron a combatir la corrupción pública utilizaron el término cohecho (del latín confectare) para crear una serie de delitos de distinta gravedad e importancia variada (artículo 419 a 426 del vigente Código Penal).

El cuestionado artículo 426 es, sin duda, el menos grave, hasta el punto de que esos rigores punitivos, en el fondo, como he sugerido en algunas ocasiones a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo no hacen mas que describir actos ciertamente impropios que pudieran afectar a la deontología de la autoridad o funcionario público, pues están obligados a tener lealtad con la Administración pública y dar ejemplo de integridad y decoro.

Ahora bien; eso es una cosa y calificarlo criminalmente como un delito, es otra, a mi juicio muy desproporcionada y, sobre todo, enormemente difusa e imprecisa. El artículo 426 de nuestro vigente Código Penal se ha mantenido, no sin cierta estolidez, a través de los años. En gran medida no deja de constituir un tipo penal, sumamente flexible, yo diría que abierto, debido a su falta de precisión y taxatividad, no sólo por cuanto se refiere a la cantidad y calidad del supuesto regalo o dádiva, si no también por el vaporoso momento consumativo de tan extravagante delito, que no se compadece, ni muchísimo menos, con el principio democrático de la llamada ”pena necesaria”, porque en un sistema democrático la pena criminal debe reservase para el castigo de hechos y no de mera sonrisas y complacencias cuando le ofrecen a la autoridad o funcionario público un regalo. En un país como España donde la real y grave corrupción ha campeado por doquier desde siglos mantener como delito el referido 426, no deja de ser una actitud de profunda sarcástica hipocresía o simple y mera estética legislativa.

No existe una figura penal equivalente a esta singular infracción penal española, en los Códigos Penales Europeos más importantes. Ni el Código Penal Francés en su artículo 432/111 ni el Código Penal Alemán en su artículo 331, ni menos el Código Penal Italiano en su artículo 320 o 322 bis, que regula la corrupción o la llamada “concusione” tienen una materia criminalmente prohibida idéntica a la española, realmente quizás por la ambigüedad que supone y por lo peligroso que es una texto punitivo como el de este jaez. Máxime, si se tiene en cuenta la irreflexiva figura que se introdujo recientemente ya vigente el sistema democrático en el artículo 427 que prevé la impunidad para el corruptor quien denuncia su propio delito con identificación de la autoridad o funcionarios corruptos, lo que me parece algo realmente peligroso desde la perspectiva de un Derecho Penal de mínimo, un tanto respetuoso del principio de proporcionalidad que debe inspirar la legislación penal en esta materia, en la que difícilmente se puede concretar lo razonable con el contenido de sentido literal de esta figura delictiva. No; otra vez el premio a la delación, no.

Así las cosas, ese denostado, al menos por mí, tipo penal abierto, se va a cerrar caso por caso y a merced de un tercero que es el corruptor quien ofrece el regalo, de manera absolutamente incierta, y que puede ser hasta interesada para perjudicar al funcionario o la autoridad pública. Porque la razón o motivo del regalo, queda como una pieza dislocada al margen del principio de certeza exigible por todo procedimiento criminal. “En consideración a su función”, va a quedar en manos de la persona ofertante del regalo, y de su subjetividad más arcana. No cabe la menor duda que cuando quien fuera mi Maestro en la Universidad de Bonn el profesor Hans Welzel desarrollará su teoría sobre la “adecuación social”, desde luego no pensó en tan pintoresco supuesto, pero sí indicó un camino de aquellos casos en los que había que admitir la atipicidad de una conducta por razones de su adecuación social. El conductor del autobús no comete un delito de detenciones ilegales cuando no le abre al pasajero que quiere tirarse en marcha del vehículo y se detiene en un semáforo en rojo. Algo parecido, salvando las distancias cabe decir de una serie de hipótesis socialmente adecuadas para no echar mano del artículo 426 del Código Penal.

La tradicional y muy sana costumbre española de enviar por Navidades un jamón que ávidamente devora la familia del funcionario público no le hace a este ser un delincuente, como tampoco el envío a la funcionaria por su cumpleaños de un ramo de claveles, etc. etc. En ese sentido lleva razón la vilipendiada por las filtraciones del procedimiento Alcaldesa de Valencia, cuando cuestiona, con toda razón la inexistencia de una clara línea delimitadora, cierta y objetiva, entre el hecho presuntamente delictivo y otros hechos penalmente irrelevantes. Porque la tesis de la adecuación social conduce, al margen del principio de legalidad, a entregar a jueces y tribunales el cierre y concreción, caso por caso, de la materia criminalmente prohibida, lo que resulta absolutamente escandaloso. Por eso lleva razón la Alcaldesa de Valencia, cuando desde su convicción y personalmente la comparto, no pueden existir ocasiones en las que la aplicación del Derecho Penal se produzca como una suerte de lotería criminal. La materia criminal debe ser conocida antes sobradamente de que se dicte sentencia, y no, ni muchísimo menos, conocer que existe delito fácticamente después de que se haya dictado sentencia condenatoria. Esto último es un auténtico contrasentido, para un Estado democrático de Derecho. Si algún autor técnicamente ha llegado a calificar este delito como delito de peligro, la verdad es que yo me atrevería a decir que el PELIGRO está en que continúe siendo delito; el peligro para la ciudadanía española en el anterior contexto debe ser entendido quizás como lo ha resuelto el TSJ de la Comunidad de Valencia. Por mi parte, no puedo por menos que expresar mi satisfacción por la resolución judicial que ha producido, arrojando al cesto de los papeles, tamaña peripecia político-judicial, sobre la base de que la justicia es igual para todos y totalmente previsible o, sobre todo, por cuanto se refiere a lo que es o no lícito. De lo contrario, sin seguridad, ni certeza aquí no hay ningún Derecho Penal que sea concreción de un Estado Democrático de Derecho.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Jurisdicción universal

Después del parón relacionado con unas necesarias vacaciones, volvemos a la carga esta vez con un artículo que fue publicado en el periódico El País.

En dicho artículo, José Manuel Gómez Benítez expresa su opinión a favor de una universalidad de jurisdicción, independientemente de los intereses nacionales o la nacionalidad de las víctimas. Al mismo tiempo, subraya que para que esta jurisdicción sea efectiva es necesario llevar a cabo una reforma procesal, la cual expone a grandes rasgos.

Transcribimos íntegramente este artículo.

Después de muchos crímenes que van más allá del tiempo y de la memoria, tras la Segunda Guerra Mundial algunos de los supervivientes más clarividentes crearon un lenguaje muy civilizado para expresar la vergüenza por lo sucedido y levantar un muro contra la impunidad. El derecho penal internacional que surgió de los Principios de Nürenberg, del Convenio contra el Genocidio y de los Convenios de Ginebra sobre el derecho de la guerra, fue fortaleciéndose en medio de las barbaries posteriores con el Convenio contra la Tortura y otras normas internacionales sobre las que se ha construido una comunidad jurídica que reconoce el principio de jurisdicción universal para enjuiciar estos crímenes.

Tal y como nuestro Tribunal Constitucional estableció en su sentencia sobre el caso del genocidio en Guatemala, que investiga la Audiencia Nacional, este principio está vigente en España porque ha firmado todos esos tratados internacionales, que, en consecuencia, son parte de nuestras leyes. Pertenecemos a esa comunidad jurídica internacional y, por tanto, la investigación y enjuiciamiento de estos crímenes internacionales es una obligación legal de nuestros jueces. Además, tal y como declaró nuestro Tribunal Constitucional frente al Tribunal Supremo y a la propia Audiencia Nacional, el ejercicio de la jurisdicción universal por nuestros jueces no puede depender de intereses nacionales o de la nacionalidad de las víctimas o de los responsables, porque esos límites son incompatibles con la universalidad de la jurisdicción, que se asienta en el interés común de la humanidad.

Cualquier debate sobre la necesidad de una reforma de nuestras leyes para que la Audiencia Nacional no se convierta en una "Audiencia Universal", o, más prosaicamente, para que nuestros jueces no sean los gendarmes del mundo, debe tener en cuenta que la eventual reforma legal no debería afectar a estos convenios internacionales y, además, debería respetar la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Quienes en el actual debate mediático opinan que nuestros jueces deberían sólo ocuparse de poner orden en nuestro país, o que cuando los crímenes han sido cometidos fuera de España sólo deberían actuar si hay víctimas o intereses españoles, prescinden de esos dos ineludibles puntos de partida y llegada. La huida desmemoriada y apresurada del derecho penal internacional choca con serios obstáculos jurídicos, por no hablar de los éticos, y, en consecuencia, no es un camino aconsejable para poner el orden necesario en la jurisdicción universal.

Un buen camino para el enjuiciamiento de estos crímenes son los tribunales penales internacionales, pero tiene sus límites. En unos casos, porque su creación depende de la inexistencia del veto de los poderosos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y, en otros, como la Corte Penal Internacional, porque los crímenes tienen que ser posteriores a su constitución y por sus propias condiciones para la admisión de casos. Por eso, para que no haya resquicios de impunidad, sigue vigente el principio de jurisdicción universal de los jueces nacionales.

Ahora bien, para ser eficaz y no generar más tensiones de las inevitables, el ejercicio de esta jurisdicción por los tribunales nacionales requiere un orden de prioridad y la regulación específica de las condiciones para iniciar o proseguir estos procesos. Aunque por cuestiones de eficacia está clara la prioridad de los jueces del lugar de comisión de los crímenes, y tampoco se discute que no puede iniciarse un proceso en España si el crimen ha sido o está siendo investigado por un juez de otro país, no sobraría regular expresamente estas condiciones y sus requisitos, así como la obligación de los jueces españoles de inhibirse en favor de los de cualquier Estado de derecho que acredite un interés específico en la persecución de esos crímenes, o bien que deba juzgarlos conforme a instrumentos jurídicos internacionales específicos. Junto a esto, el reforzamiento de los requisitos para la admisión a trámite de esta clase de querellas, al igual que en otros países europeos, y una reforma que obligue al sobreseimiento provisional al comienzo de la instrucción ante la imposibilidad legal acreditada de conseguir la extradición o entrega de los responsables, además de cuando éstas resulten fallidas, resolvería los problemas de eficacia procesal y tensión diplomática que subyacen al actual debate.

Esta reforma no impediría iniciar un proceso penal por esta clase de delitos si el responsable no se encuentra en España, porque esto fue expresamente desautorizado en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el caso Guatemala, pero tampoco impediría reactivarlo cuando los responsables estuvieran a nuestro alcance.

En este contexto de simples reformas procesales respetuosas con el principio de jurisdicción universal, pierde sentido la propuesta de prohibir la acusación popular en estos procesos. Frente a ello debe recordarse que la intervención exclusiva del fiscal sólo asegura coyunturalmente su oposición al inicio de esta clase de procesos en España y, además, que en nuestro Derecho también los perjudicados rompen con el monopolio acusador del fiscal.

Expulsar a los perjudicados y a los acusadores populares implicaría un cambio radical en nuestro sistema procesal de posible calado constitucional. Un cambio que, además de innecesario si se perfeccionan las normas procesales antes señaladas, sería incompatible con la esencia de la acusación popular reconocida por el Tribunal Supremo, que es, precisamente, su capacidad para acusar en defensa de intereses generales.

José Manuel Gómez Benítez es catedrático de Derecho Penal y vocal del Consejo General del Poder Judicial.