miércoles, 15 de julio de 2009

Sobre el "caso de los trajes"

Del cohecho impropio

"EL AUTO de 6 de julio de 2009 dictado por el instructor, José Flors Maties, en la causa que se sigue en el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana (TSJCV), además de establecer que existen indicios racionales de criminalidad por un delito de cohecho contra Francisco Camps, Ricardo Costa, José Víctor Campos y Rafael Betoret, implícitamente no declara imputados a Francisco Correa, Pablo Crespo y Álvaro Pérez, conocido como El Bigotes (las personas particulares que presuntamente habrían regalado a aquéllos trajes y otras prendas de vestir hechas a medida), y, asimismo, que es el Tribunal del Jurado (popular) el competente para el conocimiento y fallo del delito imputado. De estas dos últimas -y controvertidas- cuestiones son de las que me voy a ocupar en la presente tribuna.

La mayoría de los delitos contemplados en el Código Penal (CP) son, por así decirlo, “unidireccionales”, en el sentido de que es suficiente un único autor para que se realice el comportamiento típico. Basta una sola persona para matar, para violar o para robar; y si intervienen otros partícipes para colaborar con aquél, la responsabilidad de éstos es accesoria, ya que, aunque su conducta no es abarcada por el tenor literal de la definición legal del delito en cuestión (porque esos partícipes ni matan ni violan ni roban), no obstante su punibilidad deriva de los arts. 27 ss. CP, que amplían la tipicidad, por ejemplo, al que ayuda al autor material para que mate, facilitándole el cuchillo con el que priva de la vida a la víctima (cómplice de homicidio), o al que sujeta a la mujer para que el violador la penetre vaginalmente por la fuerza (partícipe ejecutivo de la violación) o al que convence al ladrón para que, fracturando la pared de la habitación donde se encuentra, sustraiga una cosa mueble ajena (inductor del robo).

Frente a estos delitos unidireccionales que son cometidos -solo o con la ayuda de otros- por un solo sujeto, existen otros que se llaman técnicamente “delitos de encuentro”, en los cuales se requiere necesariamente la intervención de dos o más personas. Ello es lo que sucede con el cohecho (soborno) que se ha concretado en que el funcionario, sobornado por un particular (sobornador), realiza un acto injusto en el ejercicio de su cargo o deja de realizar otro que debiera practicar, porque ahí confluyen dos conductas típicas diferenciadas que tienen, en principio, una gravedad equivalente: la del funcionario que acepta una dádiva para comportarse antijurídicamente (cohecho pasivo o de funcionario) y la del no-funcionario que le corrompe (cohecho activo o de particular). El legislador no considera al cohechador activo un partícipe en el cohecho del funcionario, con lo que habría que castigar a aquél, según las reglas de la participación delictiva, como un inductor o un cooperador del cohecho pasivo, sino que, por tratarse de dos conductas autónomas, ha tipificado, por una parte, el cohecho del funcionario en los arts 419, 420, 421 y 422, y, por otra, el cohecho del particular en el art. 423, precepto éste donde se castiga, como delito independiente, al no-funcionario que corrompe o intenta corromper a los funcionarios que cometen o cometerían algunos de los distintos cohechos pasivos (funcionario que realiza, como consecuencia del soborno, un acto constitutivo de delito, un acto injusto pero no delictivo, etc.) tipificados en los arts. 419 a 422 CP.

En el delito del art. 426, que es el que se imputa a los políticos valencianos, se castiga a “[l]a autoridad o funcionario público que admitiere dádiva o regalo que le fueren ofrecidos en consideración a su función o para la consecución de un acto no prohibido legalmente”, y se le denomina “cohecho impropio” porque, a diferencia del “cohecho propio” previsto en los arts. 419 a 422 CP -en los que el sobornado realiza actos ilegales de una mayor o menor gravedad-, el funcionario no comete acto injusto de clase alguna, sino que se limita a aceptar regalos sin contraprestación alguna (de esta primera variante del art. 426 es de la que aparecen indiciariamente como responsables Camps y sus compañeros de partido) o a admitirlos para realizar, en el ejercicio de su cargo, una acción u omisión conforme a Derecho (“no prohibida legalmente”).

Por lo que se refiere a los particulares que entregan las dádivas al funcionario responsable de un “cohecho impropio” del art. 426, las opiniones sobre si la conducta de aquéllos es punible o no están divididas. Según la tesis mantenida por el Tribunal Supremo (TS) hasta hace sólo poco tiempo (véanse, por todas, las sentencias de 2 de diciembre de 1989, 31 de mayo de 1991, 7 de octubre de 1993 y 21 de enero de 1994), por el auto del juez Flors y por un sector de la doctrina científica, sobre la base del art. 426 únicamente se podría castigar al funcionario autor del “cohecho impropio”, pero no al particular que hubiera hecho el regalo. Sentencias más recientes del TS, el Ministerio Fiscal (MF) en el caso Camps -que ha anunciado que va a recurrir el auto de 6 de julio de 2009, solicitando que también comparezcan como imputados los particulares que entregaron los regalos- y otro sector de la doctrina mantienen la tesis contraria, y opinan que también los particulares que entreguen las dádivas a las que se refiere el art. 426 deben responder criminalmente. ¿Quién tiene razón?

En mi opinión, la tesis correcta es la mantenida por el juez Flors en su auto de que la responsabilidad derivada del art. 426 sólo afecta a los funcionarios, pero no a los particulares que entregan las dádivas, cuyo comportamiento no es punible, siguiéndose todo ello de los siguientes argumentos.

En primer lugar, de que la tipificación del cohecho activo o de particular figura en el art. 423 -justamente en la mitad del Capítulo V del Título XIX del Libro II CP (“Del cohecho”)-, inmediatamente después de que, en los arts. 419 a 422, se hayan definido las conductas funcionariales de “cohecho propio”, por lo que, si el legislador hubiera querido castigar también a los particulares que entregan dádivas en el delito de “cohecho impropio”, esa tipificación del cohecho del particular tendría que haber figurado al final -y no en la mitad- del Capítulo V. En segundo lugar, de un argumento a contrario: si el legislador sólo ha penalizado el soborno del particular en referencia al “cohecho propio” (art. 423 CP), entonces ello significa que ha considerado atípica la misma conducta referida al “cohecho impropio”, porque si la hubiera querido castigar, tendría que haberlo hecho expresamente, tal como se ha encargado de llevarlo a cabo en el art. 423. Finalmente, de que la única forma de castigar al particular que hace regalos al funcionario que comete el delito del art. 426 -y teniendo en cuenta que el CP sólo pena, como delito independiente, en el art. 423 CP, el soborno en el “cohecho propio”, pero no en el “impropio”- sería la de hacer responder a ese particular como partícipe en ese delito del art. 426; pero ello constituiría un fraude de ley, porque así, y por el rodeo de la participación delictiva, se penaría una conducta que el legislador ha querido dejar al margen del CP, ya que una de dos: o al sobornador se le castiga por un delito autónomo, y entonces habría que crear para ese sobornador del “cohecho impropio” un precepto paralelo al que existe en el art. 423, o todos los particulares que entregan dádivas deberían responder como partícipes de un cohecho pasivo, en cuyo caso habría que suprimir el art. 423, porque lo que no puede ser es que, en el “cohecho propio”, se acuda al delito independiente del art. 423 para castigar al particular, y en el “cohecho impropio”, como ese delito independiente no existe, en vez de declarar la impunidad del no-funcionario, se acuda, fraudulentamente, a las normas de cobertura de la participación delictiva.

SOBRE LA base del art. 2.º de la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado (LOTJ), que establece que los aforados ante los Tribunales Superiores de Justicia o ante el TS, cuando cometan un delito atribuido al Jurado -como sucede con el cohecho- serán juzgados por ese tribunal popular, presidido por un magistrado del TSJ o del TS, respectivamente, el juez Flors ha estimado, correctamente, que la LOTJ, como lex specialis -enjuiciamiento específico de los aforados por delitos competencia del Jurado- derogaba la lex generalis del Estatuto de Autonomía de Valencia, que en sus arts. 23.3 y 31 atribuye genéricamente al TSJCV la competencia para entender de las causas contra aforados. En cambio, y por lo que se refiere a los diputados y senadores nacionales, el art. 2.º LOTJ debe ser considerado inconstitucional: las causas contra aquéllos, según el art. 71.3 de la Constitución, son competencia de la Sala Segunda del TS, y, naturalmente, una ley de inferior rango, como lo es la LOTJ, no puede derogar un precepto constitucional, por lo que en el caso del senador Bárcenas y del diputado nacional Merino, si el instructor estima que son indiciariamente responsables de un delito de cohecho, deberán ser juzgados por la Sala 2.ª del TS y no por un jurado popular.

Lo expuesto en esta tribuna puede resumirse fácilmente: los particulares que supuestamente hicieron obsequios a los políticos valencianos no responden criminalmente, y el jurado popular es competente para juzgar a éstos por un delito de cohecho, mientras que el mismo delito cometido por parlamentarios nacionales debe ser enjuiciado, no por un Tribunal del Jurado, sino por la Sala 2.ª del TS."

Enrique Gimbernat, Catedrático emérito de Derecho Penal en la Universidad Complutense (14 de julio de 2009, Diario El Mundo)

miércoles, 1 de julio de 2009

Justicia universal española; por Jesús María Silva Sánchez, Catedrático de Derecho penal

El día 30 de junio de 2009 se publicó, en el diario ABC, un artículo de Jesús María Silva Sánchez en el cual el autor opina sobre el proyecto de reforma del artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Trascribimos íntegramente dicho artículo.


JUSTICIA UNIVERSAL ESPAÑOLA

El pasado jueves el Congreso de los Diputados aprobó el proyecto de reforma del art. 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Sin embargo, no es probable que ello rebaje la intensidad de la discusión sobre la legitimidad de la extensión de la competencia jurisdiccional española al enjuiciamiento de delitos contra la comunidad internacional cometidos en cualquier parte del mundo. La reforma aprobada por la Cámara Baja parece dar la razón al Tribunal Supremo, que en su día (STS 327/2003) intentó llevar a cabo una reducción teleológica del texto todavía vigente, sobre cuya extraordinaria amplitud literal no caben dudas. Ahora bien, el Tribunal Constitucional (SSTC 237/ 2005, 227/ 2007) estimó que dicha opción interpretativa vulneraba el derecho a la tutela judicial efectiva de las acusaciones particular y popular, en su vertiente de acceso a la jurisdicción. Por tanto, no cabría descartar de plano la posibilidad de que el Alto Tribunal llegara a considerar en un futuro que la reforma llevada a cabo es inconstitucional.

Lo cierto es que las decisiones del Tribunal Constitucional se han interpretado hasta ahora como un aval para que la Audiencia Nacional se convierta ni más ni menos que en el foro de los delitos contra la comunidad internacional a los que no puede acceder la Corte Penal Internacional. Algo que sucede siempre que el Estado en cuyo territorio se producen los hechos presuntamente delictivos no ha ratificado el Tratado que la instituye.

Sin embargo, el ejercicio unilateral de una jurisdicción universal por parte de España plantea múltiples objeciones que trascienden al muy mejorable tenor literal del vigente art. 23.4 LOPJ y de las disposiciones que lo complementan. En concreto, suscita problemas conceptuales o de principio; y problemas pragmáticos, o relativos a las consecuencias.

En términos conceptuales, el principio de jurisdicción universal se relaciona con la existencia de determinadas conductas, especialmente graves, que se consideran lesivas de bienes de toda la comunidad internacional. Precisamente por ello, ésta -fundamentalmente a través de Tratados- pretende que tales conductas sean tipificadas como delitos y perseguidas en todos los países. Dado que esta pretensión -de modo no infrecuente- fracasa, surge la aspiración de una jurisdicción de alcance global. Por un lado, mediante su ejercicio por un Tribunal internacional; por otro lado, por la vía de una jurisdicción extraterritorial (“universal”) ejercida por los tribunales de los Estados nacionales.

La primera modalidad muestra una legitimidad incontestable. Se trata del producto de la progresiva auto-organización de una incipiente comunidad universal. En la segunda de ellas, en cambio, no puede hablarse de una auto-organización. Los Estados sólo ejercen su capacidad de auto-organización en su territorio o, a lo sumo, mediante los criterios de personalidad o protección, que aparecen siempre de modo subsidiario a la persecución de los hechos en el territorio en el que se produjeron. Por tanto, un Estado, al ejercer la jurisdicción universal, sólo puede esgrimir para ello el argumento de la solidaridad con la comunidad internacional.

Ahora bien, esa solidaridad, de existir, no podría aparecer como un derecho, cuyo ejercicio pudiera asumirse de modo unilateral o rechazarse; ello daría pie a una arbitrariedad y a una desigualdad insostenibles. Por el contrario, sólo adquiriría plena justificación si pudiera ser explicada como un deber de lealtad a la comunidad internacional, establecido por ésta. Pero si tal deber existiera, entonces vincularía por igual a todos los países. La asunción del criterio competencial de la jurisdicción universal constituiría un deber internacional. Y la no asunción, o el establecimiento de límites o restricciones a dicha asunción, habría de dar lugar a responsabilidad internacional de los Estados.

Sin embargo, dicho supuesto deber de persecución extraterritorial ilimitada no aparece en las fuentes internacionales. Por ello, no se habla de responsabilidad internacional de los países que rechazan o limitan la extensión extraterritorial de su jurisdicción en casos de crímenes contra la comunidad internacional.

Los problemas del ejercicio unilateral de la jurisdicción universal por parte de nuestros tribunales no se limitan, por lo demás, a la cuestión de principio, sino que se dan asimismo en el plano pragmático. En efecto, por un lado, de los procedimientos penales en los que se manifiesta la asunción del criterio competencial de justicia universal no cabe esperar razonablemente ni la resolución del conflicto, ni la obtención de una verdad material-procesal que habría de propiciar un tratamiento justo; sin embargo, éstos son precisamente los fines que las diversas culturas atribuyen al proceso penal. Por otro lado, la extensión competencial en virtud del principio de jurisdicción universal redunda en una radical disminución del status del acusado, a quien se expone de modo directo al riesgo de duplicidad o incluso pluralidad de procedimientos (double jeopardy); pues parece obvio que el proceso incoado -incluso concluido- en virtud del criterio de jurisdicción universal carecerá de la capacidad de bloquear la acción procesal del Estado del territorio o de otros Estados que dispongan de un punto de conexión directo con los hechos. Es cierto -en fin- que, en ocasiones, toda la finalidad de la extensión extraterritorial de la competencia en virtud del criterio de jurisdicción universal se centra en la pretensión de producir un efecto de avergonzamiento sobre los Estados que disponen de un punto de conexión territorial o personal con los hechos y no los persiguen. Sin embargo, esta finalidad no se corresponde con ninguno de los fines admisibles de un proceso penal estatal.

La reforma aprobada de momento en el Congreso, discutida por algunos en tanto que limitadora de la jurisdicción universal española, resulta discutible asimismo, desde la perspectiva opuesta, por la vaguedad de su referencia a vínculos de conexión de los hechos con España distintos del de personalidad pasiva; o por la atribución a los tribunales españoles de la potestad de valorar cuándo hay una investigación y persecución efectiva de tales hechos en otros países -incluido el del territorio- o en un Tribunal internacional, a los efectos de sobreseer provisionalmente el procedimiento. Así las cosas, probablemente sería erróneo reducir el debate sobre la jurisdicción universal a la mera disputa acerca de los términos de la modificación de un texto legal. Por el contrario, quizá fuera bueno aprovechar la ocasión para una reflexión más profunda sobre los principios y consecuencias de tan controvertida figura.