martes, 11 de agosto de 2009

Gracias, dádivas y mundanos dones, por Javier Gómez de Liaño

Ayer, día 10 de agosto, se publicó en el Diario El Mundo, un artículo de Javier Gómez de Liaño, en el cual el autor opina acerca del tratamiento de la figura penal del cohecho en nuestro ordenamiento. Al mismo tiempo, subraya la necesidad de establecer un límite cuantitativo en cuanto al regalo. Transcribimos íntegramente dicho artículo:

Hace un par de semanas -el 23 de julio, para ser más exacto-, en esta tribuna hice algunos comentarios, que no afirmaciones categóricas, a propósito del denominado caso Gürtel. Ahora, después de conocer la decisión de la Sala de lo Penal del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana (TSJV) que, entre otros particulares, acuerda el sobreseimiento libre de las actuaciones al considerar que los hechos no son constitutivos de delito, el asunto vuelve a suscitar mi interés. Sobre todo porque la lectura de la resolución confirma la vieja teoría de que cada día que pasa es más confusa la raya que separa lo censurable del delito. También porque ilustres cabezas, jurídicas y no jurídicas, han dado muy sensatas opiniones a las que deseo sumar las mías, aunque no sean iguales de sesudas. En cualquier caso, conste para aviso de maliciosos que trataré de que mis juicios no desmerezcan por el hecho de llevar la defensa de algunos imputados en el asunto.

Sé de sobra que el diagnóstico es peliagudo. El cohecho, como otros delitos -el tráfico de influencias, por ejemplo-, no es figura penal de fácil tratamiento. Los jueces de estos agitados tiempos judiciales que vivimos tienen ante sí un problema de solución complicada: distinguir la intención última del sujeto obsequiado y del individuo dadivoso. Calar en el propósito de quien recibe el regalo o la dádiva y de quien los da es la compleja misión de los que, primero, redactan la ley y, después, han de aplicarla. De éstos, o sea, de los jueces, unos lo han hecho ya y otros, los magistrados del Tribunal Supremo, tendrán que hacerlo cuando el anunciado recurso del fiscal les llegue, cosa que, por lo que el señor presidente de la sala ha anticipado, no sucederá antes de ocho meses.

Ni el blanco es la pureza, aunque sí su símbolo, ni el negro es el pecado, aunque sí su distintivo. Entre ambos hay una lista de grises que van desde el perla al marengo. En paralelo pudiera decirse que entre lo legal y el delito hay una especie de limbo de tolerancia en el que, sin ley que las respalden, pero tampoco que las castigue, ciertas prácticas o costumbres adquieren carta de naturaleza, de modo que nadie o casi nadie se rasga las vestiduras. De ahí que no falten quienes configuran el delito del artículo 426 del Código Penal (CP) de peligro abstracto y hasta de cohecho etéreo, idea que está presente en algunos pronunciamientos del Tribunal Supremo, como en la sentencia de 16 de marzo de 1998 o en el auto de 1 de julio de 2007, al afirmar que el bien jurídico protegido con la incriminación de esa conducta es preservar la confianza ciudadana de que los funcionarios ejercen sus funciones con integridad y sometimiento a la ley.

Un punto trascendental, pues afecta a la antijuricidad, es el de la cuantía del regalo. El gran jurista Carrara escribió que la Justicia se ofende etiam uno nummo, o sea, aun por un solo céntimo. No distinguía entre munus et munusculum, es decir, entre dones y regalillos. Sin embargo, creo que los casos que él llama minúsculos son regalos de pequeño valor realizados a título de cortesía en los que no es lógico pensar que pueda influir en el cumplimiento de los deberes del funcionario. La interpretación extensiva del artículo 426 CP llevaría al colapso de la justicia penal en España, pues son pocos los políticos que se resisten al poder fascinador del regalo que aceptan al considerar natural recibirlos.

El problema, por tanto, no está cuando la dádiva o el regalo se ajusta a lo adecuado o proporcionado según pautas sociales. Algo que nada tiene que ver con la repugnancia que produce ver a una autoridad o funcionario, sea político o no, comiendo en un restaurante de postín con el beneficiado por una concesión, del tipo que sea, como lo es y en igual grado, verle sentado en localidad de barrera en una plaza de toros o disfrutando con la parentela de unas vacaciones gratis en un hotel propiedad del personaje favorecido. Todo esto y más tiene que desaparecer del ámbito de la función pública.

No cabe duda de que en este asunto lo más comprometedor para el presidente Camps ha sido la actividad del prójimo dadivoso y lo que puede representar. Pero como certeramente apuntaba el director de EL MUNDO en su carta del 12 de julio de 2009 -Arroz a la Lewinsky-, <>. Luego, a renglón seguido, Pedro J. formulaba la pregunta de dónde poner el listón de la exigencia ética y citaba ejemplos de obsequios, presentes, viajes e incluso condonación de créditos con obvio propósito de favorecer personalmente a mandatarios varios y que, en su opinión, a efectos del Código Penal, encajaban más y mejor en el concepto de dádivas que unos trajes de confección.

Lo advierte el auto del TSJV al decir -con prosa alambicada, desde luego- que <>. Fin de la cita. La tesis no es novedosa, pues no somos pocos quienes pensamos que el artículo 426 CP es excesivamente vago y castiga conductas éticamente reprobables pero sin gravedad merecedora de reproche penal. Por eso, habría que poner límites al precepto y precisar qué tipo de regalos son corruptores. Más aún cuando, a partir del principio de culpabilidad, la autoridad o el funcionario acepta el regalo sin conciencia de que se le hace por razón de su cargo, o para que ejecute un acto justo, que no debiera ser retribuido. Se me ocurre que habría que establecer un límite cuantitativo a la dádiva y al regalo, al igual que ocurre con el hurto donde la cuantía de 400 euros es la franja que separa el delito de la falta.

Distinta es la cuestión de si el presidente Camps dijo o no la verdad cuando explicó que él había pagado los trajes. Raimundo Lulio, en el Libro de los mil proverbios, aconseja tener miedo cada vez que no se dice la verdad. A mi entender, no es el error sino la mentira lo que daña al político y conviene recordar que una de las primeras leyes del universo es que no hay que osar decir nada en falso.

La Justicia, que es de orden natural, y la ley penal, que es norma humana, no siempre coinciden. Equilibrar la una y la otra es la dura tarea que ante sí han tenido los magistrados del TSJV y tendrán los del TS a quienes corresponde pronunciar la penúltima palabra en un asunto tan interesante en su planteamiento como escurridizo en las consecuencias. Dicen algunos que el cohecho pasivo impropio -yo prefiero denominarlo cohecho menor- tiene muy escasa toxicidad y no produce suerte alguna de adicción. El argumento no es del todo sólido, ya que con la dádiva el novicio puede iniciar su carrera viciosa hasta llegar al más alto peldaño de la corrupción. No obstante, de lo que sí estoy convencido es de que el Derecho penal jamás puede convertirse en un infierno para practicantes de malas costumbres y menos cuando la dolencia pudiera enmendarse con una oportuna gimnasia intelectual y, sobre todo, moral.

Ovidio, en su Ars amatoria, nos enseña que <>. Más al pelo viene el refrán de mi Castilla del alma y del que he echado mano para titular estos párrafos de que <>. Pues eso.

Javier Gómez de Liaño, Abogado y Magistrado excedente (Diario "El Mundo", 10 de agosto de 2009)

miércoles, 5 de agosto de 2009

Los nefastos “juicios paralelos”; por Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

El día 4 de agosto de 2009, se publicó, en el diario ABC, un artículo de Manuel Jiménez de Parga en el cual el autor opina acerca de la formulación de juicios condenatorios en los que se infringe la presunción de inocencia, independientemente del resultado judicial resultante. Trascribimos íntegramente dicho artículo:

La Administración de Justicia puede ser defectuosa, y en España lo es. Pero nunca ha de convertirse en un espectáculo, es decir, en una diversión pública del estilo de las celebradas en los circos o en los teatros.
Tal espectáculo recibió ayer un aviso del Tribunal Superior de Justicia de Valencia. Empezamos a acostumbrarnos en que en distintos casos -y con protagonistas de diferentes partidos políticos- se formulen juicios condenatorios en los que se infringen principios fundamentales del Ordenamiento Jurídico, como es la presunción de inocencia. Poco importa lo que arroje la tramitación judicial. Antes de que los jueces se pronuncien aparecen en la escena quienes emiten las sentencias. Esto es muy grave, con independencia de que el inculpado pertenezca al partido que está en el Gobierno, o que sea miembro de un partido de la oposición.
Es cierto que no resulta tarea fácil articular correctamente un Estado de Derecho y más complicado aún conseguir que funcione bien. Son muy pocos los auténticos Estados de Derecho que existen en el mundo. Unos fallan por falta en el sistema de representación, con leyes electorales que desfiguran la auténtica voluntad popular. Otros de estos mal llamados Estados de Derecho violan el postulado básico de la división de los Poderes, con un Poder Ejecutivo que invade las zonas propias del Legislativo. Pero tal vez lo que con más frecuencia resulta conculcada es la independencia de jueces y magistrados. Teóricamente cobijados en un Poder Judicial.
Los diputados y los senadores son a veces personajes tibios, capaces de acomodarse a situaciones de signos diferentes. No es bueno que esto ocurra, pero los daños que pueden producirse en la arquitectura del Estado de Derecho son menores de los que ocasionan los jueces simplemente tibios. En los últimos días hemos sabido que hubo bendiciones judiciales a quienes silban al Rey en un estadio de fútbol o a quienes se dedican a festejar a los asesinos de ETA. El efecto que se genera con estas decisiones y con otras semejantes a ellas es que los ciudadanos comunes pierdan el respeto al Poder Judicial. El hombre de la calle se convierte en magistrado y pronuncia su veredicto sin esperar a que el tribunal competente dicte la pertinente resolución.
Son irreparables los daños que se cometen con los denominados <>. No hay posible reparación económica, pues el buen nombre, el prestigio y la estimación están por encima de cualquier cantidad de dinero. Y resulta inadmisible que para justificar el mal causado se invoque la libertad de información.
He aquí otro de los grandes principios que se hallan maltratados en algunos de los Estados de Derecho. No he de recordar lo que fue en España el largo periodo del franquismo, uno de cuyos objetivos era impedir que apareciesen voces discrepantes de la doctrina oficial. Se luchó por la libertad de expresión y la libertad de información. Pero ninguno de los derechos fundamentales es absoluto, sino que todos tienen límites, debiendo ejercitarse con el debido respeto a los derechos fundamentales con los que pueden colisionar.
El <> no tiene cabida en el Estado de Derecho. Nuestra repulsa ha de ser la misma cuando el imputado nos resulta políticamente simpático o cuando pertenece a una organización cuyo credo no compartimos.
Hace más de quince años publiqué un libro, <>, con el siguiente subtítulo: <<¿Hay que reinventar la democracia en España?>>. Allí dediqué unas páginas a los <>. Y subrayé que dejando a un lado las noticias inexactas o tendenciosas que a veces llegan al gran público, relativas a personas sometidas al enjuiciamiento de los Tribunales de Justicia, incluso cuando se informa con precisión y veracidad, el riesgo de equivocarse al emitir un veredicto en la calle es grande. Los sumarios se forman con materiales complejos. Las pruebas que constan en ellos deben ser matizadas con declaraciones de signo vario. El juez se encuentra con dificultades para hallar la verdad material y raros son los asuntos en los que el blanco y el negro, la culpabilidad o la inocencia, resultan indiscutibles. La ponderación de los datos, que efectúan los jueces antes de dictar sentencia, obliga a un trabajo serio y de absoluta serenidad que no se realiza por quienes con dos o tres testimonios se pronuncian alegremente fuera de los Juzgados. El <> en la calle se remata con un veredicto popular que puede no ser ajustado a Derecho.
En definitiva, el día que se hace pública una resolución de los Tribunales de Justicia cuando ésta no coincide con lo que muchos esperaban, la desilusión es enorme. Padece el Estado de Derecho y el ciudadano de buena fe.
Pero el mal se causó hace tiempo. La experiencia de la tutela judicial efectiva registra como un hecho de especial trascendencia la mutación constitucional introducida por la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985. Ese dato o componente del Ordenamiento se enmarca con la actitud de desconfianza y falta de respeto anotadas. Los titulares del Poder Judicial, o sea, todos los jueces y magistrados de España, ya no participan en la elección de su órgano de gobierno, el Consejo General, y la pregunta que inmediatamente surge es ésta: ¿puede valorarse como <> a una institución cuyos miembros son desprovistos de la facultad de elegir a su órgano de gobierno?
Cabría cuestionarse en este momento, como se cuestionó en algún día del proceso constituyente, si el título VI debió consagrarse al <> (así expresamente denominado) o si hubiera sido preferible seguir el ejemplo de la mayoría de nuestras Constituciones del siglo XIX, así como la de 1931, que optaron por la rúbrica <> o fórmulas similares. Las Constituciones de 1837 y 1869 son una excepción en Europa, con la mención específica a un <>. Y en solitario también se encuentra, en esta materia, la Constitución vigente.
La Constitución de 1978 formaliza un régimen político en el que el Poder Judicial es un auténtico <>, junto al Poder Legislativo, residenciado en Las Cortes, y el Poder Ejecutivo, cuya titularidad asume el Gobierno. Como requisito sine qua non para que el Poder Judicial siga siendo un poder es que se erijan los veinte componente del Consejo General por los depositarios, jueces y magistrados, de ese Poder. Si el órgano de gobierno del supuesto Poder se forma en virtud de la manifestación de voluntad de las personas ajenas, la letra de la Constitución permanecerá inalterada, pero la modificación constitucional es evidente.
Creo que en este asunto como en otros habría que llevar a cabo una reforma de la reforma, ya que un Consejo elegido por jueces y magistrados goza de mayor autoridad ante todos incluso ante los titulares del Poder Judicial que el formado por la intervención de los parlamentarios.
Quizás con esta revisión disminuirían los nefastos <>.


Manuel Jiménez de Parga (ex-Presidente del Tribunal Constitucional; Real Academica de Ciencias Morales y Políticas), Diario "ABC", 4 de agosto de 2009

martes, 4 de agosto de 2009

Catedráticos de Derecho y juristas ponen en marcha un manifiesto encaminado a sacar los estudios de Derecho del proceso de Bolonia

Bajo el título “Saquemos los estudios de Derecho del proceso de Bolonia”, un grupo de catedráticos de Derecho y eminentes juristas han puesto en marcha un manifiesto encaminado a que estos estudios se queden fuera del proceso de Bolonia.
Los firmantes mantienen la postura de que el tratamiento de esta titulación supondrá “un paso atrás”, “irreversible”, que llevará a la degradación de la profesiones jurídicas y que repercutirá en la construcción de las instituciones y la articulación de las relaciones entre ciudadanos y poderes públicos.
Critican, asimismo, que el diseño de los planes de estudios “ignora el papel de los juristas en la compleja sociedad actual”, fomentando “un perfil inferior de profesional”, circunscribiendo su trabajo a la aplicación mecánica de las normas.
Los expertos firmantes defienden unos estudios pausados y dirigidos, “incompatibles con la mala retórica pedagógica que preside el proceso de Bolonia”.
Asimismo, el manifiesto pone en evidencia el hecho de que algunos países como Alemania han abandonado este proceso debido a las desastrosas experiencias como consecuencia de la adaptación al mismo.
Entre los firmantes del manifiesto se encuentran, entre otros, Eduardo García de Enterría, Luís Díez-Picazo, Aurelio Menéndez, Francisco Laporta, Enrique Gimbernat, Francesc De Carreras, Tomás-Ramón Fernández, Santiago Muñoz Machado y Manuel Atienza.

lunes, 3 de agosto de 2009

La prescripción del delito y el “caso Alierta”, por Enrique Gimbernat

El día 30 de julio de 2009, se publicó en el Diario El Mundo un artículo de Enrique Gimbernat en el cual el autor opina acerca de la no prescripción del delito del ex presidente de Tabacalera, entendiendo que, aunque la querella no se admitió, el previo auto de incoación suspende el plazo de prescripción.

La prescripción del delito y, con ello, la extinción de la responsabilidad criminal, se produce cuando entre la consumación de aquél y su persecución penal haya transcurrido un determinado periodo de tiempo: cinco años, por ejemplo, y según el art. 131.1 del Código Penal (CP), para aquellos hechos punibles castigados con pena de prisión de más de tres años que no exceda de cinco. Según el art. 132.2 CP, sin embargo, <<[l]a prescripción se interrumpirá, quedando sin efecto el tiempo transcurrido, cuando el procedimiento se dirija contra el culpable>>, de tal manera que si, para seguir con nuestro ejemplo, aunque sea un día antes de cumplirse los cinco años, se inicia un proceso penal contra el autor, el plazo de prescripción quedará suspendido, y ese autor será condenado, ya que (todavía) no se habría extinguido su responsabilidad criminal.

Las sentencias del Tribunal Constitucional (SSTC) 63/2005, de 14 de marzo, 29/2008, de 20 de febrero (caso los Albertos) y 147/2009, de 15 de junio, estiman, en contra de una de las distintas tesis que ha mantenido el Tribunal Supremo (TS) sobre cuándo se interrumpe la prescripción, que no basta la presentación de denuncia o querella para suspenderla, sino que es imprescindible que a esa denuncia o querella haya subseguido <>. Esta doctrina del TC fue rechazada rotundamente por la Sala 2ª del TS, la cual, en un Acuerdo de su Pleno no jurisdiccional de 12 de mayo de 2005 (tomado a raíz de la STC 63/2005) resolvió hacer caso omiso de aquella doctrina, fundamentándolo en que esa interpretación del TC del instituto de la prescripción <>, Acuerdo reiterado por el Pleno el 25 de abril de 2006 y el 26 de febrero de 2008 (a raíz de la STC 29/2008, de 20 de febrero), en el que se insiste, apelando de nuevo al art. 123 CE, que <>. Según los medios de comunicación, uno de los principales defensores de esos Acuerdos del TS habría sido el magistrado Enrique Bacigalupo, quien, sin embargo, tan sólo siete años antes había mantenido la tesis contraria a la de que la prescripción era una institución perteneciente exclusivamente a la legislación ordinaria, ya que con su exégesis se podrían vulnerar derechos fundamentales como el de legalidad penal (art. 25.1 CE>>); en efecto, en su voto particular a la sentencia mayoritaria del TS de 29 de julio de 1998 (caso Segundo Marey), dicho magistrado sostiene que Rafael Vera debería haber sido absuelto, ya que sus delitos habrían prescrito, porque la interpretación que la mencionada sentencia hace de la prescripción es <>, habiendo incurrido el TS con una ulterior interpretación de dicha institución en una segunda vulneración de ese derecho fundamental: <>; a todo ello hay que decir que se puede mantener una (la prescripción es materia exclusivamente de legislación ordinaria) u otra (determinadas interpretaciones de la prescripción pueden vulnerar derechos fundamentales) posición, pero no dos contradictorias entre sí, según cuál sea el caso que se está juzgando.

Por lo demás, los Acuerdos del TS en contra de la tesis mantenida por el TC han de ser rechazados tanto desde un punto de vista formal como material. Desde un punto de vista formal, porque el TS argumenta contra el criterio del Constitucional sobre la base de su particular entendimiento del art. 123.1 CE (<>), y de los arts. 24.1 (tutela judicial efectiva) y 25.1 (derecho a la legalidad penal) que el TC estima vulnerados cuando se fija como momento de interrupción de la prescripción el de la interposición de una denuncia o querella. Independientemente de si esa doctrina del TC es correcta o no, su interpretación de esos preceptos constitucionales prevalece frente a cualquier otra que pueda proceder de otros órganos jurisdiccionales, ya que el TC es el <> (art.1º.1 LOTC) y ya que los jueces y tribunales deben aplicar los preceptos constitucionales <> (art.5º.1 LOPJ), de la misma manera que, independientemente de si tiene razón (lo que muchas veces es imposible que suceda, porque el TS ha establecido doctrinas contradictorias entre sí, y por ejemplo, sobre el contenido de la prescripción, de la falsedad en documento privado, de la administración desleal o de la apropiación indebida), las Audiencias Provinciales deben acatar y respetar las sentencias del TS que revoquen sus resoluciones, no porque el TS acierte siempre, sino simplemente porque es el órgano jurisdiccional supremo cuando interpreta la legislación ordinaria.

Pero es que los referidos Acuerdos del TS también deben ser rechazados desde un punto de vista material. Según unánime y correcta doctrina del TC y del TS, la prescripción es <> (así, por todas la STS de 7 de octubre de 1997 y la STC 214/1999, de 28 de noviembre); por ello, y porque determina el alcance y los límites de la sanción penal, está sometida al principio de legalidad (art. 25.1 CE), en el sentido de que está vedado interpretar las normas que regulan la prescripción en el CP más allá de su sentido literal posible, porque ello significaría incurrir en una prohibida analogía in malam partem.

El CP exige, para que pueda considerarse interrumpida la prescripción que <> (art. 132.2 CP), considerando el TS que <>, mientras que el TC exige, por el contrario, y con razón, que se haya producido un acto de intermediación judicial. Según el DRAE, el verbo <> tiene el único significado de <>, y el adjetivo <> una única acepción, a saber: <>. De ahí que, si como pretende el TS, la presentación de una querella <> (en este caso: del procedimiento), entonces el auto de incoación de unas diligencias previas no puede haber dado <> a lo que ya había sido <>. Con otras palabras: la interpretación del TS excede del sentido literal posible de las palabras contenidas en el art. 132.2 (analogía prohibida en contra del reo), ya que si ese precepto exige, para que se pueda interrumpir la prescripción, la presencia de un procedimiento, se entiende por sí mismo que éste no puede existir mientras no se haya iniciado, es decir: mientras no se haya <>.

A la misma conclusión -infracción del principio de legalidad penal si se fija como momento de interrupción de la prescripción el de la presentación de la querella o denuncia- se llega teniendo en cuenta el sentido gramatical posible de las palabras desde un punto de vista técnico-legal. Como han establecido el TC y el TS, el traslado al órgano judicial, por cualquier medio, de la notitia criminis constituye sólo un derecho (condicionado y limitado) a la <>, siendo aquél el único legitimado para, admitiendo o inadmitiendo a trámite esa solicitud, poder decretar o no el <> (la <>) del procedimiento, tal como se deriva, asimismo, del tenor literal del art. 269 LECrim, en el que se dispone inequívocamente que no es el denunciante, sino el juez, quien, una vez recibida la denuncia, <> o <>.

De todo ello se sigue: la interpretación del TS vulnera el principio de legalidad, porque, en contra del reo, y analógicamente, afirma la presencia de un procedimiento -tal como exige el art. 132.2 CP- cuando éste, en realidad, todavía no existe.

La sentencia de la Sección 17ª de la Audiencia Provincial (AP) de Madrid de 17 de julio de 2009, después de establecer que los acusados Cesáreo Alierta y su sobrino Luis Javier Placer habían cometido un delito de información privilegiada, les absuelve, no obstante, por considerar que dicho delito habría prescrito. El delito, cuyo plazo de prescripción es de cinco años, se había cometido el 27 de febrero de 1998, presentándose la querella el 26 de noviembre de 2002, dictándose auto de incoación de diligencias previas el 2 de diciembre de 2002 -es decir: cuando aún no habían transcurrido cinco años-, inadmitiendo posteriormente el juez de instrucción la querella a trámite el 14 de febrero de 2003, resolución que fue revocada por la AP el 6 de junio de 2003, ordenando que se admitiese a trámite la querella. La AP de Madrid rechaza la doctrina del TS sobre la interrupción de la prescripción (fecha de la presentación de la querella) y, aceptando la del TC, como es imperativo, pues así lo dispone el art. 5.1 LOPJ, exige un acto de intermediación judicial, acto que la sentencia cree que lo constituye el de de 6 de junio de 2003 -cuando ya habían transcurrido cinco años- que es la fecha en la que la AP admite a trámite la querella. Pero sin razón: el acto de interposición judicial determinante es el de incoación de 2 de diciembre de 2002, que es cuando se inicia el procedimiento contra los posteriormente acusados, sin que el auto de inadmisión a trámite de la querella suponga más que una simple vicisitud en el procedimiento, ya que era una resolución carente de firmeza que fue después revocada por la AP; en el mismo sentido se ha manifestado la reciente STC 147/2009, de 15 de junio, donde se establece tajantemente: <>. De todo ello se sigue que, de acuerdo también con la correcta y más restrictiva doctrina del TC, los delitos de información privilegiada cometidos por los acusados no habrían prescrito, por haberse dictado el auto de incoación de previas antes de que hubieran transcurrido cinco años.

Enrique Gimbernat, Catedrático emérito de Derecho Penal de la Universidad Complutense (Diario "El Mundo", 30 de julio de 2009)